Leer y escribir para aprender:
Textos que reflejan el trabajo de un aula donde se lee para aprender y se escribe para mostrar lo aprendido.

jueves, 21 de mayo de 2015

Escribir como lector: el punto de vista.



Prácticas del lenguaje del ámbito de la literatura: ESCRIBIR COMO LECTOR.


     En el cuento “El automóvil” del argentino Vicente Barbieri, un hombre transita a pie  por un camino rural en plena noche invernal, con destino a un pueblo distante unos 30 km. Poco antes de llegar allí, se detiene a prestar ayuda a cuatro personas, cuyo vehículo se encuentra averiado. Raúl Montes, el protagonista, huye espantado a la carrera, cuando verifica que los cuatro pasajeros del vehículo han desaparecido. Así, llega velozmente al pueblo, ingresa en un almacén-bar y pide un café y una ginebra al almacenero.
   La consigna planteada a los estudiantes de 3º año consistía en construir un narrador diferente para la historia. El relato debía ser asumido por un personaje - en este caso, el almacenero- que contara su versión acerca de lo ocurrido esa noche. Así, los estudiantes manejarían algunos elementos básicos de técnica narrativa, como el punto de vista o perspectiva. Además, se enfrentarían con la posibilidad de brindar algún tipo de explicación para los acontecimientos narrados, ya que el cambio de perspectiva también suele involucrar cuestiones relacionadas con las diferencias entre el saber y el no saber de los personajes.






El regreso

Por Samuel Colella

Era una noche fría, yo estaba a punto de cerrar mi bar, y estaba terminando de limpiarlo y acomodar sillas, cuando en un momento entra un hombre de mediana edad, de aspecto gélido, sucio, cansado y que daba la sensación de que hubiera estado escapándose de algo o alguien.
-Buenas noches, ¿qué se le ofrece?- le pregunté
-Una ginebra, por favor- dijo
-¿El reloj de la pared funciona correctamente?- preguntó
-Sí, al menos con 5 minutos de atraso o adelanto…..- contesté. -Se le ve mal, señor, ¿le sucedió algo?- pregunté
-Sí, muchacho, me acaba de suceder algo totalmente extravagante- dijo
-¿Qué le sucedió, si se puede saber?- pregunté tímidamente.
Entonces empezó a hablar. Yo lo observaba, él estaba aterrorizado.
-Yo venía caminando, había ido a una fiesta en un pueblo vecino, y, como el ómnibus no venía, decidí caminar los 30 kilómetros hasta aquí- aclaró
-La caminata era bastante aburrida, se imaginará. Pero de repente visualicé en un momento, más o menos a lo lejos, un vehículo, con cuatro personas contemplándolo desalentadas. Entonces supuse que era su vehículo, y claro estaba que se había averiado. Cuando llegué al lugar, me pidieron ayuda para empujar el auto, a lo que accedí gustoso, y ver si arrancaba. Pero cuando me dispuse a hacerlo, vi que ellos cuatro se subieron al auto, lo que me pareció bastante descortés. Comencé, entonces, a empujar el automóvil. Unos metros después, miré hacia adentro y vi que ellos no se encontraban allí. Aterrorizado, comencé a correr rápidamente para llegar hasta aquí- relató.
-Muy extraño, si se anima, armaremos nuestra propia escena de investigación- aventuré
-Excelente; lo pensaré, por ahora seguiré con mi ginebra- dijo.



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Sin título

Por Luis Costantini

    1954, una noche fría y oscura de agosto, las once de la noche, entró un sujeto todo embarrado que dijo llamarse Raúl Montes. Parecía extenuado, como aterrado por alguna cosa, estaba pálido y parecía sin vida. Se desplomó como un objeto inerte en una silla y preguntó la hora. Cuando le respondí pareció aliviado. Le pregunté si quería algo para tomar.
–Sí, un café, por favor.
– ¿Quiere algo fuerte con el café?-pregunté
–Bueno, una ginebra.
    Le llevé lo que pedía y le pregunté cómo había llegado hasta el bar en ese estado y porqué. Él consintió en contarme su historia. Me dispuse a escucharla, ya que no tenía otros huéspedes que atender, ni nada para hacer. “Me llamo Raúl Montes e iba caminando en dirección al pueblo porque no quería esperar al día siguiente para tomar el ómnibus, me estaba hartando la monotonía del viaje cuando vi, a lo lejos, un automóvil. El vehículo estaba a un costado de la carretera y vi a cuatro personas al costado del coche dos novios próximos a casarse y un matrimonio que supuse que eran los padres de la novia. Se oyó una campanada del pueblo y el novio dijo que eran las doce. Me disponía a arreglar mi reloj cuando me pidieron que los ayudara a empujar el auto. Con asombro vi que en vez de ayudarme a mover el vehículo, ocupaban sus respectivos lugares. Al cabo de haber empujado el carro un buen trecho me asomé por curiosidad para ver si todo iba bien, ya que no se oía ni un ruido procedente del interior del automóvil, con asombro y terror descubrí que no había nadie en el interior. Corrí a más no poder hacia aquí.” El resto de la historia… usted ya lo conoce. Pobre hombre pensé, si supiera la verdad…
    1817, en día soleado de primavera, estaba yo, Pepe, de 11 años, paseando por el pueblo, cuando, de repente sonaron las campanadas. Otro malón. Corrí hacia el pueblo para salvarme. Al llegar estaban preparándose para la defensa. Se escucharon los primeros disparos y después gritos. Media hora después los indios se retiraban. En medio de un campo de muertos sacamos a los heridos y los llevamos al “hospital” que era una habitación grande como para atender a 20 personas. Mi padre, soldado, no estaba entre los heridos. Corrí hacia el lugar donde se había librado la batalla y, con asombro, vi a mi padre entre los caídos. Pero no estaba del todo muerto, traté de llevarlo hasta el pueblo pero mis fuerzas no eran suficientes. Había unas tres leguas desde el pueblo hasta allí. Pensé en pedir ayuda, pero temía que cuando llegasen para ayudar fuera demasiado tarde. Además, no me van a ayudar, pensé. Tiempo después lo pude comprobar, nadie le iba a creer a un chico de 11 años. Al cabo de una hora de haber estado llorando junto a mi padre, lo vi morir. Huérfano de padre y madre, me adoptó una familia que estaba integrada por una hija y sus padres. Por los únicos que no sentía rechazo era por esta familia. Ellos, los únicos que me habían aceptado en mi soledad, los únicos que me habían dado lo que necesitaba en esos momentos: comprensión; aceptación; acogimiento. Pero los demás… una mezcla de odio y repulsión sentía hacia los otros, porque habían dejado morir a mi padre y ni sepultura le dieron. ¿Qué otra cosa iba yo a sentir?
    Quince años después, un día como cualquier otro, sus padres ya habían muerto hace algunos años, y yo le propuse matrimonio. Sí, estoy hablando de mi hermanastra. No contestó nada. Los días pasaban y yo le hacia la misma pregunta:
-¿Y Carlota?, ¿ya te decidiste?
    Y de nuevo no me respondía. Hasta que llegó el día… Me mandó una carta. Pero lo que contenía fue la causa de lo que pasó. Era una invitación a su casamiento… con Samuel Rodríguez. Juré tomar venganza. Llegó el día de la boda. Iban en un auto viejo, los padres del novio, él y ella. Los maté en el acto. Años después puse un bar y, al primer huésped que entrara le esperaba un único final. La muerte. Desde entonces se aparecen para que los que van para el pueblo se asusten. Pero ahora sé con seguridad que no me queda otro final que la cárcel por treinta años de homicidios. ¿De qué me alimentaba? De los cadáveres. ¿Qué hacía con los huesos? A los perros. ¿Y la ropa? Me la quedaba. Total el muerto no la iba a necesitar. Bueno, creo que mi parte está concluida, yo juré venganza y tomé la suficiente. No pido nada más.


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Los “esos”

Por Nicolás Molina

    Era una noche de agosto de 1954 como cualquier otra. Días así iba al bar solo para estar lejos de mi esposa.¿Quién iría a un barsucho en el medio de la zona de campo mendocina una noche de agosto?
Pero bueno, la noche no terminó siendo como cualquier otra.
Estaba yo escribiendo cosas que quería hacer antes de morir sobre mi sucio y despintado escritorio, cuando de repente entró un hombre blanco como la leche con los zapatos embarrados y las palmas de las manos sucias. Se sentó y fui hacia él.
-Buenas noches-me dijo
-Buenas noches, señor. ¿Frío, eh?- le respondí
Miraba la pared muy atentamente, forzando la vista. El reloj.
-¿Anda bien ese reloj?- Me preguntó
-Sí, señor, por lo menos… habrá quizá alguna diferencia de 5 minutos, pero nada más.
Miró su reloj.
-Un café bien caliente- ordenó el hombre.
Le temblaba la mano, moría de miedo. Tenía el presentimiento de que habían aparecido “esos”.
-Bueno, la noche no es para menos- comenté- ¿Quiere que le sirva algo fuerte con el café?
-Bueno- aceptó- Una ginebra
Le traje el pedido. Moría de miedo, era como los otros.
-¿Se siente bien?-le pregunté sabiendo que no- Puedo llamar a la ambulancia, no creo que médicos privados lo  atiendan a estas horas de la noche.
- Está bien, a pesar de que acá no es como afuera, tengo frío, bastante. Espere a que termine el café y llame.
Fui a llamar a la cocina. Era y sigo siendo creyente, así que recé para que no termine como los demás.
A la semana me avisaron que el hombre estaba en un loquero. Quería romper el lazo pero ellos amenazaron con matarme.      
No podía seguir, así que acá estoy, 8 de agosto de 1964 junto a Raúl, el hombre del que les hablaba. Me toman por loco, pero estoy a salvo de “esos”


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