Todo
vuelve
Por
Diego Mur
Pobre de mí, lo vi
todo, repetidas veces. No sé si ellos tienen más miedo que yo, o yo más que
ellos cuando llegan. Pero cuando lo hacen, se me hiela la sangre y me quedo
quieto, inmovilizado por el terror. Es cierto que si verdaderamente te asustás
no podés ni gritar. Es el miedo a lo desconocido, todos lo tenemos, sobre todo
si te pasa algo como a mí.
Soy el dueño de un almacén en el
campo, al costado de la ruta 7. No es muy lindo que digamos, por eso no viene
gente casi nunca. Prefiero dejarlo así antes de que venga alguien.
Pero la historia se remonta a mi
niñez, hace unos cincuenta años. Cuando era chico vivía en Buenos Aires. Allí
me maldijo una gitana, con la promesa de que nunca me dejarían tranquilo. Al
principio no le di mucha importancia, ya que no le creía, pero desde ese
momento, todos los meses, a las 4:00, recibía llamadas por teléfono y, cuando
atendía, oía una niña llorando, lo que me ponía nervioso. También, y como a
todos los niños, me gustaba pisar hormigas, pero el día después de que lo
hacía, despertaba con marcas dolorosas en el brazo, como picaduras. Esto
sucedió hasta hace años, hasta que me mudé acá a Mendoza.
Pero las cosas empeoraron. La gente
cuenta que en el campo, por la noche, pasan cosas extrañas. Las leyendas están
en lo correcto. Decenas de veces veo gente aterrorizada, consumida por la
locura, entrando a mi almacén-bar. Preguntan la hora y piden tragos fuertes o
hasta armas para intentar el suicidio. Cuando veo y observo sus caras, descubro
en ellas almas en pena y corazones a punto de estallar.
Todo esto siguió empeorando con el
paso del tiempo. Los visitantes hablaban, mientras bebían, de gente muerta
delante de sus narices, de barrancos llenos de cadáveres, de trozos de carne
humana esparcida por la tierra al borde de la ruta. Una vez entró una pareja
recién casada intentando matarme con un destornillador mientras recitaban
cánticos parecidos a rituales satánicos. Tuve que dispararles a los dos y a sus
padres con mi escopeta. Créanme que es una sensación horrible darse cuenta de
que acabaste con la vida de alguien, y te atormentará toda tu vida. Ayer llegó
un hombre corriendo aterrorizado a mi rancho. Decía cosas como “Quiero una
ginebra, ¡Ya!” y “Tengo la obligación de saber la hora de su reloj”. Pero dijo
algo más, que me dejó pálido e inmóvil con cada palabra: “…pareja en auto…sus
padres…ayudé a empujar el coche…no estaban…desaparecieron…”. Sentí el peor de
los escalofríos y me dio un sentimiento fuerte y puro de depresión. Pienso en el
suicidio, pero hoy, 19 de agosto de 1954, dejo la pluma por miedo a la muerte.
Por último, y antes de que me muera
por la pareja que me mira fijamente desde afuera, quiero avisar que ningún
médico de los que llamé sabe qué está pasándoles a esas personas, pero afirman
que no estaban locos.
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